martes, 16 de diciembre de 2014

El Confidente


Como un jarrón chino

Lo normal, lo habitual y también lo lógico, es que el ciudadano tienda a confiar en las instituciones que lo gobiernan, cuando está convencido de que estas tienen un proceder legal y por tanto neutral, un proceder objetivo y por tanto justo. En ese momento, lo normal es que ese ciudadano se comporte con total reciprocidad, respetando todas las normas, pero no por interés o por temor a una sanción, sino por convicción. Es en ese momento, cuando acepta incluso de buen grado, decisiones contrarias a sus intereses, puesto que son tomadas desde la justeza y desde la legalidad, pero también desde el principio democrático de juego limpio, donde unas veces se gana y otras se pierde; no siempre se puede ganar, ni tampoco siempre se puede perder.
Por el contrario, cuando aparece la convicción de que tramposamente o interesadamente, la arbitrariedad es la norma, es cuando aparece la desconfianza. Es caer en la convicción, de que aquellos a los que se encomendó vía votación electoral, importantes tareas en favor de la sociedad, lo único que se han dedicado a hacer (en general) ha sido la toma de decisiones particulares, la chapuza, la improvisación y como mucho, la toma de decisiones sin ningún criterio racional en favor de la ciudadanía.
Estas situaciones que no son errores por más que lo digan, cuando aparecen generan un desapego, o por decirlo de otra forma más gráfica, levantan una valla entre ciudadanos y políticos. Un ex presidente de CCAA, se quejaba hace unos años de que existía “desafección ciudadana” hacia la clase política. Creo que más le valía, mirarse a sí mismo en el espejo con un poco de objetividad y quizás viéndose tan zafio, inútil y perjudicial para los ciudadanos, se callara. Seguramente ahí, callándose hubiera quedado mucho mejor.

No obstante, desconfiar en un gobierno de forma justificada y ante los hechos (que no ante las ideas), está en la propia esencia de la democracia, puesto que el sistema establece mecanismos para cambiarlo en unas próximas elecciones, si existe alternativa, claro.

Cuando la sospecha sobre unas actitudes tramposas alcanza a ciertos órganos del Estado que en principio fueron diseñados para garantizar la objetividad desde la legalidad, es cuando las suspicacias se extienden como un manto negro por encima de todo el entramado institucional. En ese momento  es cuando los ciudadanos se dan cuenta de que todo está “politizado”, cuando los tentáculos de los partidos parecen sujetar hasta a la Justicia. Y en este aspecto, parece que los ciudadanos consideramos como un gran engaño, representar que actúan con imparcialidad, cuando realmente nos parece ver que se actúa en favor de parte.  

A estas alturas del guión, parece que nadie duda, que en general los partidos y sus satélites, han estado exprimiendo al máximo, un sistema montado sin controles efectivos, para hacerse con toda clase privilegios y ventajas. Por ejemplo, un privilegio al que podrían renunciar más que nada, para demostrar tener buena voluntad, sería que los diputados del Congreso, de las 17 autonomías y del Senado, renunciaran a ese privilegio llamado aforamiento; es decir, que a uno lo puedan llamar a declarar sobre un asunto, con una antelación de unos pocos días, en cambio los señores “aforados” tienen meses por delante, puesto que la solicitud de aforamiento al Parlamento puede durar mucho tiempo, un tiempo precioso que el notificado puede dedicar a preparar su defensa. Los demás no tenemos ese privilegio.

Los ciudadanos tenemos en este momento, razones sobradas para sentir un hartazgo, por ello vemos las propuestas de los políticos con cierta desconfianza.
Viendo las opiniones de muchos periodistas especializados, uno se da cuenta de que nadie sabe cómo puede acabar todo esto, puesto que todos saben que la confianza es comparable a un jarrón chino, fácil de romper, pero casi imposible de recomponer, a menos de que todos ellos, hagan y demuestren hacer una firme y decidida, enmienda a la totalidad.

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