lunes, 3 de noviembre de 2014

Bloc de Lletres


Mafalda embarazada 
Me encanta Mafalda. Creo que sólo hay una cosa en la que no estoy de acuerdo con ella, no entiendo que odie la sopa. Pero por el resto, de mayor quiero ser como ella. Y en eso precisamente, reside el encanto del personaje: las frases de Mafalda son demoledoras y el que sea una niña la que las diga, las convierte en algo amable, en chiste, más allá de la dureza de la situación expuesta. Luego, lo piensas y cuesta de creer. Y, desde luego, no puedes imaginarte a una niña de siete años discurriéndolas y exponiéndolas.

El mes pasado fui con María a ver Juno. Antes de ir no sabía si sería buena idea... supongo que quería ver cómo reaccionaba ante la perspectiva del embarazo de alguien poco mayor que ella. Se aburrió un poco.

Por mi parte, yo quedé con la impresión de que es una película demasiado amable. Salvo que en Estados Unidos los papis sean muy guais y muy civilizados, cosa que no sé, no sé?  No se me entienda mal: me gustó. Mucho, además. Había diálogos que me arrancaron carcajadas inesperadas, de algún sitio de mi cabeza que hacía tiempo que no se reía. La protagonista es un encanto y confieso, que me sorprendí a mí misma diciendo demasiadas veces que, de mayor, querría ser como ella. Como me ocurría con Mafalda. Y con la misma sensación de irrealidad y sabiendo que seguramente era imposible que una niña dijera eso. También hay ternura. Lo siento si soy una mal spoiler, pero me encantó la forma en que Juno se va dando cuenta de que está enamorada.

Pero, claro, hay ramalazos de miel y azúcar que contrastan mucho con mis propias experiencias sobre el tema, que son amargas y que aún consiguen enfadarme, con todos los años que han pasado.

Recuerdo el verano que hubo de mis trece añitos tan soñados,  por culpa de una tal Esther que empezó a comerse su mundo al cumplirlos, fue un rosario de bodas de vecinas con las que había jugado en la calle el verano anterior. Parecía que cada día, al llegar a casa, mi madre me recibía con el parte de nuevas bodas imprevistas; y a mí me daba rabia, y me dolía, cada nuevo anuncio. Era antinatural, hipócrita, estúpido, rompevidas... como si además de haberla fastidiado, o por ello precisamente, te castigasen toda la vida, te obligasen de repente a convertirte en adulta. Y lo peor es que todo el mundo lo veía justo, era "lo que había que hacer": dejar de estudiar, dejar de crecer, como si la vida pudiera meterse en un microondas para acabar de prepararla, en lugar de dejarla cocerse en su jugo.

Para acabar de romperme el alma, entre esas bodas se coló la de Chus, mi mejor amiga, la compañera de pupitre que tanto me costó encontrar al cambiar de colegio. Lo chusco, la gracia, la desgracia, es que Chus se casó porque quiso, no estaba preñada. Pero en una sociedad que ve tan natural que se casen niñas de trece años, ¡qué más da! Creo que nunca lloré tanto como el día que se casó. Me sentía estafada por más de un motivo. Supongo que el principal fue completamente egoísta; quería que Chus siguiera estudiando, seguir compartiendo mi tiempo, mi amistad, con ella, que se viniera conmigo al instituto y no que se metiera en una cocina a pelar patatas. Pero, también, me sentía impotente a la hora de protestar por una sociedad que no se preocupaba de que las niñas se metieran a realizar faenas propias de mujeres adultas. Por no hablar de la rabia y de la bilis que tragaba cada vez que en el supermercado, en la carnicería o en la frutería, tenía que escuchar bienintencionadas conversaciones de santas marujonas que se dedicaban a repasar las últimas novedades del barrio... supongo que siguiendo la máxima de que cuánta más porquería se esparce sobre la vida de los demás, más se disimula el olor de la que se tiene en casa.

De alguna forma, sigo enfadada con la sociedad por ese motivo. Los embarazos entre adolescentes se siguen produciendo y una no sabe qué pensar. Hay varias cosas que me dejan preocupada, y que me dejarían a cuadros si eso le ocurriera a mi hija. La primera duda que me asaltaría es si de verdad había deseado acostarse con alguien o si se había dejado convencer, presionada por vaya a saber usted cuál de todos esos motivos ridículos que son tan importantes durante la adolescencia. Y, por supuesto, el nivel de conocimientos sobre métodos anticonceptivos, que saben…en teoría.

Se me ocurren más motivos de preocupación, como que disfrute de esas relaciones, o que dé a esas relaciones la justa importancia que merezca su pareja. O que tenga confianza conmigo para contarme lo que se tercie y también para callarse lo que sea sólo suyo.

Pero creo que el principal motivo de preocupación, aquel en el que acaban desembocando todos, sería dirimir cuál es mi grado de responsabilidad y cuál es el suyo. Dónde acaba mi función como madre, contándole mis experiencias, dándole mi opinión y mis consejos, y dónde empieza su parte de convertirse en adulta y tomar sus propias decisiones. Puede que sea lo que da más miedo en todo este fregado: la decisión es suya, su vida es suya y yo sólo puedo intentar estar ahí, deseándole suerte. Nada más. Y nada menos.


Cristina

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